lunes, 20 de febrero de 2017

"Descatalogado", esa palabra maldita

Hay palabras que provocan alegría inmediata, como "croquetas" o "gratis". Otras, sin embargo, sólo traen tristeza y desesperanza como "descatalogado". Un ejemplo: te has leído en la biblioteca un libro editado hace tiempo, lo ha hecho con la intención de documentarte porque llevas dos años de tu vida trabajando en series históricas y resulta que el libro en cuestión te parece lo más. Así que lo buscas en ese lugar que lo tiene todo en cuanto a libros de segunda mano: Iberlibro. Y entonces va Iberlibro y te da la aciaga noticia, suelta esa palabra triste como pocas: descatalogado.

Eso me pasó hace más de un año con "El siglo de los cirujanos" de Jürgen Thorwald, imposible de encontrar, a no ser que quisieras pagar mil euros a un avispado vendedor a través de ebay. Entonces, oh albricias, me entero de que reeditan el libro:

 Gracias, editorial Ariel.

"El siglo de los cirujanos", obviamente, es un libro sobre cirugía. Pero si sólo fuera un libro sobre medicina no tendría el éxito que ha tenido desde que se editó por primera vez, en el año 1956. En realidad es una historia del progreso, llena de esforzados científicos que tuvieron que luchar contra las ideas preconcebidas de su época, ideas que ahora nos parecen auténticas bobadas, como ésa que aseguraba que no hacía ninguna falta lavarse las manos antes de acometer una cirugía. El libro de Thorwald habla de cómo se descubrieron las bases de la medicina moderna; el uso de la anestesia, la importancia de la higiene, la práctica de cesáreas...

"El siglo de los cirujanos" comienza narrando cómo se practicó la extracción de un tumor quístico tan grande que el doctor McDowell, al verlo, pensó por un momento que su paciente estaba embarazada de 11 meses. La mujer, Jane Crawford, estaba dispuesta a llegar hasta el final: "córtelo usted... yo aguanto mucho el dolor", le dijo al médico rural, que procedió a intentar extraerle el tumor mientras en el exterior, el sheriff y la mitad del pueblo perdido en medio de Kentucky querían tirar la puerta abajo e impedir una operación que, de tan arriesgada, sólo podía llevar a la muerte. Esto es empezar fuerte, ¿no?

Pero mi historia favorita de las muchas que cuenta "el siglo de los cirujanos" es la del descubrimiento de la anestesia. A principios del siglo XIX se conocía la existencia del óxido nitroso y se sabía de algunos de sus efectos. Se le conocía como "gas hilarante" o "gas de la alegría" y había espectáculos muy populares donde el público ("sólo se permite inhalar el gas a caballeros de la más alta distinción", decían los anuncios) aspiraba el óxido nitroso y hacía el ridículo ante los demás. 
  No existían los Morancos, pero sí el gas de la risa.
 
Entre los espectadores de la exhibición había un dentista, Horace Wells, que se fijó en algo que pasó desapercibido a todos los demás. Uno de los voluntarios que inhaló el gas de la risa se rompió la pierna en pleno espectáculo. Wells oyó claramente el crujido... pero el hombre en cuestión no parecía sentirlo. Wells entonces tuvo una revelación: el gas no sólo eliminaba la vergüenza de la gente, también el dolor.

A partir de ese momento Wells empezó a investigar, y también a obsesionarse. Experimentó consigo mismo decenas de veces y luego empezó a extraer muelas de sus pacientes... ¡sin dolor!  Wells se convirtió en el dentista más exitoso de su ciudad, pero él creía que su descubrimiento podía revolucionar la medicina y no paró hasta lograr hacer una demostración en el Massachusets General Hospital, rodeado de médicos y estudiantes. Era 1845. El tímido Wells se enfrentó a una audiencia en contra, convencida de que él era un farsante. Hasta entonces se habían intentado muchos métodos para mitigar el dolor en las operaciones quirúrgicas: opio, cáñamo, mandrágora... Nada había funcionado y se había enraizado una idea entre la comunidad médica: el dolor no se podía quitar. Punto.

Horace se dispuso a extraer una muela a un paciente ante su auditorio, en la arena del hospital general:

"The Knick" nos parece gore, pero probablemente se quede corta respecto a la realidad.

El paciente en cuestión era un hombre corpulento, obeso y alcohólico. Wells no lo sabía entonces, pero esas características explicaban lo que pasó después. El dentista dio al paciente la dosis habitual de óxido nitroso, le quitó la muela... y el hombre gritó de dolor. Wells no daba crédito. El público se rió, acusó a Horace de ser un farsante y él se marchó sin entender qué había fallado. Pero había alguien en el público que no se reía: William Morton. Dentista como Wells, tomó nota de lo que éste había hecho, investigará por su cuenta y dos años más tarde ayuda a extraer un pequeño tumor de un paciente cuyas características físicas (bajo y delgado) ayudaron a que fuera un éxito. Morton, espabilado, se negaba a decir qué tipo de gas usaba, quería mantener el misterio, ser el único en usarlo y, por tanto, ser el único en beneficiarse económicamente. Wells, por supuesto, reaccionó y escribió decenas de cartas asegurando que él había sido el primero en usar anestésico, no Morton.

Comienza entonces una odisea para Wells, obsesionado como nunca, cada vez más solo, empeñado en reclamar lo que era suyo, enganchado al éter y al alcohol. Pero Morton es quien se estaba llevando el mérito, y Wells acaba suicidándose. Morton calla que el "misterioso" gas que usa es éter, descubierto hace ya mucho tiempo, aunque, como el óxido nitroso, se desconocía su efecto como anestésico. Pronto otros médicos descubren los usos del éter y la anestesia generaliza. Toda una revolución y un avance de la ciencia, que ríete tú del smart phone...

En cuanto a Morton, el tiempo lo puso en su sitio, acabó sus días arruinado tras endeudarse en pleitos legales sobre la autoría de su supuesta fórmula para la anestesia. El tiempo, sin embargo, llegó tarde para Wells.

Y vosotros, ¿también habéis sufrido por culpa de esa maldita palabra, "descatalogado"?




5 comentarios:

Sorokin dijo...

Tu libro me hace pensar en otro que leí hace tiempo: "El perfume o el miasma", de Alain Corbin publicado por el Fondo de Cultura Económica de México. Tambien es un relato histórico de como se llegó a la conclusión de que lavarse las manos era necesario. Cuenta que antes, se consideraba que era el aire el que debía purificar los malos bichejos y se construyeron complicados sistemas para ventilar los quirófanos. Pero los médicos, con las manos bien guarrindongas.
Y el libro que dices, si está reeditado, lo voy a buscar con ahínco, me interesa.

Uno dijo...


Yo soy poco de releer. Las frustraciones con "descatalogados" se dieron mas en la fase coleccionismo (comics y revistas antíguas y así)que me poseyó durante algún tiempo.
Muy interesante lo que cuentas sobre tu descatalogado.

Un abrazo

Esti dijo...

Sorokin, en "el siglo de los cirujanos" hasta te describen cómo eran los mandiles de los médicos, negros, crujientes de la de mierda que tenían encima...

Uno, el problema con los descatalogados es no poder leer algo que te hayan recomendado y que no esté en tiendas o en las bibliotecas de tu ciudad. Y mira que ahora sería fácil reeditar cualquier cosa, en formato libro electrónico.

el convincente gon dijo...

Me acabas de crear la necesidad de tener ese libro. Eso sí, para leerlo necesitaré un empujoncito: con la edad me estoy volviendo muy aprensivo y algo hipocondríaco y me da miedo que el libro me agobie (para que te hagas un idea de mi [bajo] nivel de aguante: en la tele echan un anuncio en el que se ve un plano muy corto de un corazón asqueroso latiendo y cada vez que lo veo tengo ganas de ir a urgencias y de quejarme al defensor del espectador para que lo retiren).

En cuanto al infame "descatalogado", mis mayores losas actualmente son 'Dura la lluvia que cae', de Don Carpenter, y 'Once maneras de sentirse solo', de Richard Yates.

Carabiru dijo...

Pues yo estuve años a la busca y captura de "Los autonautas de la cosmopista" de Julio Cortázar y Carol Dunlop. Los precios de segunda mano eran de riñón joven y en perfecto estado.
Casi había desistido de conseguirlo cuando Alfaguara (¡Gracias!) decidió editarlo el año pasado y corrí a comprarlo a una librería pontevedresa llamada casualmente Cronopios.
Lo voy leyendo a poquitos y me está encantando, por cierto.